Este fin de semana he vivido un evento mágico.
He asistido a una reunión familiar. Esta reunión llevaba tiempo pendiente, y de hecho tuvimos que ponernos pegatinas con nuestros nombres y la rama de la familia a la que pertenecemos. Comimos, bebimos, hablamos y nos re-conocimos como familia. Consultamos una y mil veces el árbol genealógico que mi padre, organizador principal del evento, elaboró y codificó por colores (gracias, papá).
Hubo conversaciones sobre personas que nunca conocí, sobre personas que sólo conozco por historias fascinantes, y sobre personas a las que siento muy cerca a pesar de estar ya en un plano diferente al nuestro (y que nos acompañaban, aunque no las pudiéramos ver, porque pensar que se iban a perder un sarao así es ridículo). De estos últimos hablamos poco, aunque no hizo falta más: era un día de celebración y sabemos que nos quieren contentas, así que respiramos hondo y dedicamos nuestra atención a la gente que podíamos abrazar.
Es magia descubrir, en una familia tan grande, los rasgos comunes.
Tenemos un grupo de whatsapp que se ha llenado de fotos como un inesperado (y, en cierto modo, perfecto) altar digital común. Fotos en blanco y negro conviviendo con otras muy recientes, y los rasgos se repiten de la manera más fascinante. Las mandíbulas, los pómulos altos, la nariz recta con la punta redonda. La sonrisa incómoda, la pose seria para no sonreír incómodo. El niño pequeño que es una copia de aquel otro niño pequeño en su foto del cole, hace casi cien años.
Pensaba que las fotos me prepararían para lo que me iba a encontrar, pero no había caído que la realidad es mucho más compleja, y los parecidos van mucho más allá. El hermano de mi abuelo huele como él. Sé que piensas que todas las personas mayores huelen igual, pero te aseguro que no es verdad. ¡Y la risa! Por favor, la risa. A veces, con los chistes de siempre, oía más personas riéndose de las que debería.
Ese día, el tiempo transcurrió de otra manera. Estuve en la casa en la que hemos pasado tantas vacaciones de pequeñas. Vi la casa donde mi abuelo vivía con sus hermanos. Fui a una visita turística al principio del día, en la que nos trasladamos a 1616. Mi madre me enseñó un corazón que mi padre rascó en una pared de piedra cuando empezaron a salir. Durante el día fui consciente de cómo las piedras que pisaba sostenían miles de historias, y cada paso me recordaba que una de esas historias era en parte la mía, que es la de mis padres, que es la de mis abuelos, que es la de mis bisabuelos. Que son gente, y eran gente, y tienen vidas agridulces y momentos verdaderamente chungos, y a veces se cuentan las historias de momentos chungos… y otras veces nos miramos, siendo conscientes de que somos ramas diferentes del mismo árbol, y brindamos por estar aquí.
Como dicen los abuelos: jodidos, pero contentos.
